Luis Arriaga / El Universal

El 13 de septiembre de 2007, la Asamblea General de la ONU aprobó la Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas con el voto a favor de 143 países, México incluido. Se trata, sin duda, de un hito en el camino hacia el reconocimiento de estos derechos. En su momento, el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, afirmó que los Estados y los pueblos indígenas se reconciliaban con sus dolorosas historias y mostraban su disposición de avanzar juntos por el camino de los derechos humanos, la justicia y el desarrollo para todos.

No obstante las buenas intenciones expresadas en esta declaración no vinculante, la realidad de los pueblos indígenas dista mucho de ser reconocida plenamente. Prejuicios y situaciones históricas perpetúan la discriminación hacia ellos. Persiste el temor a reconocer las prácticas y las instituciones que durante siglos los han mantenido cohesionados. Iniciativas económicas y políticas constituyen también hoy amenazas graves para estos pueblos que generalmente, por su modo de vida y su concepción del mundo, se asientan sobre territorios bien conservados.

El historial de discriminación y exclusión que ha caracterizado la relación con los pueblos indígenas en México ha permeado a todas las instituciones políticas, jurídicas, económicas, sociales y culturales. Poseedores de una larga tradición organizativa, los indígenas de México, ante la falta de reconocimiento a sus propias instituciones, enfrentan obstáculos insalvables cuando actúan ante las diversas instancias gubernamentales. Esto resulta muy evidente en la actuación ante las instituciones jurídicas.

Casos recientes, como los de Jacinta Francisco Marcial, Alberta Alcántara y Teresa González, acusadas de secuestrar a seis agentes de la extinta AFI, han mostrado que el sistema penal en México, cuyas deficiencias son estructurales, resulta particularmente perjudicial para quienes viven previamente en condiciones de discriminación. Mujeres, pobres e indígenas son quienes más experimentan en el país los efectos de cualquier violación a los derechos humanos.

Jacinta Francisco Marcial, liberada el 15 de septiembre de 2009 después de que la PGR (que nunca tuvo pruebas) decidió presentar conclusiones no acusatorias, estuvo en la cárcel durante tres años. Fue sentenciada a 20 años por un juez que avaló las irregularidades existentes durante todo el proceso; dio valor a todos los actos del Ministerio Público pese a que sus pruebas carecían de los mínimos elementales como coherencia, objetividad y veracidad.

Ayer, Jacinta dio a conocer que presentó una demanda ante la PGR para exigir la reparación del daño, dando un paso más en la lucha de los pueblos indígenas por el reconocimiento de su condición y el acceso a la justicia.

El proceso que condujo a la sentencia de 20 años por un delito inexistente (la PGR, con pruebas inventadas, la consignó por el secuestro de seis agentes federales) estuvo lleno de fallas que constituyeron violaciones a los derechos humanos de Jacinta. Hubo además irregularidades que conciernen a su condición étnica: en el momento de su detención su comprensión del español era el mínimo indispensable para realizar operaciones prácticas, por lo que era necesario, como lo establecen las normas internacionales de derechos humanos y la misma Constitución, que se le hubiera proporcionado un traductor. En ningún momento hubo la más mínima preocupación por considerar esta circunstancia.

Casos como el anterior son muestra de la histórica responsabilidad del Estado mexicano para transitar hacia la democracia. Múltiples son los relatos de agravios cometidos por funcionarios públicos, muchas veces en complicidad con otros grupos de poder, contra los diversos pueblos indígenas de México. Variados son también los esfuerzos que estos pueblos realizan para construir una sociedad plural y equitativa.

En la línea de estos esfuerzos se ubican las acciones de Jacinta. Con su decisión, avalada por el Centro Prodh, contribuye a que hechos similares a los que la afectaron no se repitan, es decir, que el acceso a la justicia en México sea efectivo para todos los indígenas. Es una lucha que, dado el carácter interdependiente de los derechos humanos, contribuirá a hacer efectiva la totalidad de los derechos de los pueblos indígenas.